Parece mentira que Francia y España sean vecinas. Aunque en los dos territorios se rinde gran culto al hecho gastronómico, lo cierto es que ambos países parecen vivir demasiado de espaldas el uno del otro, como si los Pirineos se erigieran como un insalvable obstáculo, una muralla infranqueable. Y lo que pasa al otro lado de ella, por supuesto, no interesa.
¿Cómo si no se explica que en el calendario ferial coincidan siempre dos grandes eventos como son el congreso Madrid Fusión y el salón Sirha, sede del emblemático Bocuse d’Or? ¿No es triste que en el multitudinario homenaje que Sirha organizó a Paul Bocuse no hubiera prácticamente presencia española? Por su trascendencia global, ambas citas debieran ser motivo de peregrinaje para el profesional, más allá de fronteras. Pero resulta que cada dos años el cocinero debe escoger si ir a Lyon o viajar a Madrid. Una pena, teniendo en cuenta que de ambos lugares extraería un suculento jugo.
Bien parece que, con la intención de marcar un perfil propio, la cocina española ha vivido demasiado al margen de lo que puede ofrecer el profesional francés. Al mismo tiempo, con la intención de mantener su estatus y reconocimiento, Francia ha reusado prestar la atención debida a la revolución culinaria española.
Es quizás el momento de echar abajo los Pirineos. De mirar al país vecino sin complejos, estableciendo un vínculo mayor entre ambas gastronomías. Porque mucho pueden aprender la una de la otra.